
Estaba decidido. Bajó a la lonja y rebuscó en el mundo de los objetos preciados. Un caballito de madera con el que galopó cuando era niño, unos barcos enmarcados con los que navegó en su juventud, y, ¡cómo no!, la maleta, la vieja maleta que utilizó el abuelo en su viaje a Cuba, la misma que llevó su padre a Venezuela.
Cogió un poco de ropa, unas fotos de la familia, su inseparable libro de Galdós y la escudilla que no podía dejar atrás de ningún modo.
Lo introdujo todo en la maleta y observó con disgusto que no cerraba bien, así que cogió un hilo de pitera, eterno como la propia maleta, y la rodeó con fuerza. No se quería despedir de nadie, no deseaba lágrimas en el momento de partir como le había ocurrido la última vez que se fue.
Solo me voy a trabajar a la ciudad –le había dicho a su inconsolable madre, pero ella no podía evitar el llanto.
Dejó el pueblo, dejó el arado y el cuchillo perenne de su cintura, abandonó la tierra de su madre y se fue a trabajar de camarero a la capital; a hacerle reverencias a los extranjeros, mientras veía crecer apartamentos donde antes había plataneras.
Cada día que pasó allí se enteraba de nuevas ventas de parcelas, de nuevas construcciones que desdibujaban el paisaje y de nuevos invasores de su tierra y de su mundo. Hasta su propia madre le sugirió la posibilidad de vender parte de la finca a unos alemanes que pagaban buen precio.
¿Buen precio? –se preguntó para sus adentros. Ni todo el dinero del mundo podría pagar su cargo de conciencia si se volvía a marchar. Se sintió avergonzado de haber tomado esa decisión. No debía marcar su futuro con desidia y abandono. No podía dejar que pisotearan su tierra, que la cubrieran con cemento. No podía salir huyendo mientras viniera gente de fuera a invadir su propio mundo.
Volvió a abrir la maleta, a sacar sus escasas pertenencias, y después de quitar la herrumbre de la cerradura y barnizar su gastada madera, se dirigió con paso firme al puerto. Allí se la entregaría al primer forastero que bajase del barco, como símbolo de su autonomía, con la convicción de que nunca más la iba a necesitar. Su lugar estaba en la isla donde se quedaría para siempre, defendiéndola de los intrusos y de los cobardes.
Desde ese momento, la maleta solo serviría para formar parte de su historia y la de sus ancestros, solo sería un recuerdo en su memoria, en la memoria que algún día podría contar a sus propios hijos.
(Este texto lo escribí como actividad de un Curso que estoy realizando. Está basado en el poema "La maleta" escrito por el poeta canario Pedro Lezcano, que fue versionado musicalmente por el grupo Taller Canario del que formaba parte en sus inicios el cantante Pedro Guerra. Esta versión la pueden escuchar pinchando este enlace)